Imaginen una empresa. En ella un pasillo y, en él, dos empleados. Imaginen que uno de ellos comenzara una conversación, en el solo interés del alivio por la palabra:
– ¿ Qué es lo primero que haces después de llegar a casa ?
– Leo – mentiría aquel a quien se dirigiera -. Siempre leo.
– ¿ Lees ? Claro, para intentar alejarte del recuerdo de este lugar … Yo no, … Vas a reírte …, pero yo me ducho, no sé, me voy sintiendo sucio durante el trayecto a casa según va tomado poso mental una imagen unificada de las palabras que he pronunciado, de las cosas que he hecho, de a quién me he dirigido … No, no, no lo digo por ti.
El empleado que así hablara hizo la primera pausa. Corta.
– Ya, sí, lo sé, es pueril, es mala poesía.
Siguió una más larga segunda pausa.
– Pero ya no lloro.
El empleado que había escuchado se preguntó cómo la excelencia publicitada por tal institución empresarial no bendecía a quien para ella trabajaba. Cómo.
Una empresa privada como un colegio: sobrevivir por el veneno que mata.