Comparto la obra Acunar los crujidos, de Joachim Schwabing, con el explícito consentimiento del autor.
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El código.
Desde la villa se podía observar el árbol y a su cuidador sobre la breve colina. Habitante a sus raíces, cuando los colonos llegaron al llano él ya estaba allí. Un muchacho entonces, el anciano disponía de frazadas y ropajes y utensilios para cocinar y comer muy desgastados por el uso. Para no incomodar a quienes habitaran la villa, siempre había bajado de noche al río a asearse; si bajaba de día, lo hacía para lavar ropas y utensilios, usando el jabón que le ofrecían las mujeres que allí solían encontrarse. Pues nunca había pedido nada. Ni comida. Cazaba. Los villanos se acostumbraron pronto a su presencia y a su existencia pulcra y pacífica.
Mas el muchacho que allí envejeció se había ocupado pronto en una tarea de vigilancia, aunque no hasta entonces de defensa.
El anciano fue un muchacho que fue un soldado. Antes de los colonos, allí frente a la colina, se forzó una batalla; el muchacho y su regimiento fueron derrotados. Él solo no participó en la consentida huida y un desconcierto le ahorcó de una rama del árbol solo de la colina. No se escuchó crujido del cuello alguno y los soldados enemigos partieron. Cuando se recuperó del desfallecimiento, el muchacho se agitó en la oscuridad y su miedo y la poco resistente cuerda le dejó caer sobre la tierra.
La guerra había terminado, el muchacho lo supo cuando los colonos comenzaron a llegar. Pero también él había sido derrotado en una batalla y honorablemente luchado y aceptado la ejecución.
En la espera de la llegada de quienes habrían de matarle, el anciano cuidaba el árbol. Aún soldado.
——
© Protegido.
Eikasia.
La piedra, la roca, concebía constante el rumor; los haces de luz se ordenaban en él, ordenando los muros a su vez.
——
© Protegido.
¿ Recuerdan a la mujer que fue el centro de la narración en tres textos anteriores ?
¿ Recuerdan también aquella comunidad de conciencia ? Imaginen ahora, y entre sus miembros, arraigando como la esperanza de un resarcimiento, este desasosiego: quienes en la empresa ocuparan puestos de responsabilidad tales que les permitieran asistir a reuniones, habrían de, al menos, sospechar, que aquellos empleados y aquellas empleadas sin acceso a las reuniones habrían llegado a saber del libro de estilo privado de la empresa.
Mas imaginen que voces de varios miembros de la comunidad de conciencia se hicieran oír:
– No nos delatemos. Ni siquiera apenas. El riesgo para muchas familias es suficiente convicción para no hacerlo. La humillación que sentimos al conocer el contenido de sus reuniones se equilibra con su desconocimiento de este hecho.
– Parece un argumento del miedo a través del pseudo-argumento de un orgullo ficticio.
– Así arguye la supervivencia.
– Así arguye la supervivencia.
Imaginen que, de esta forma, el desasosiego hubiera sido persuadido en absoluto. O no. Imaginen que un miembro de la comunidad de conciencia resolviera que no solamente fuera sospechado su conocimiento de los contenidos de aquellas reuniones exclusivas por quienes a ellas por jerarquía acudieran.
Imaginen.
¿ Recuerdan a la mujer que fue el centro de la narración en dos textos anteriores ?
Imaginen el edificio que a aquella empresa representara. Imaginen a sus empleados y empleadas en tránsito por su interior, sus encuentros resolviéndose en una mirada brumosa, en un movimiento de cabeza, en una cortesía encriptada. Imaginen que entre los empleados y empleadas existiera una jerarquía, digamos del tipo que permitiera o prohibiera la asistencia a una reunión.
Imaginen ahora entre aquellos trabajadores y aquellas trabajadoras a quienes, por aquella jerarquía, se determinaran en funciones subordinadas. Pero que sus miradas, sus movimientos de cabeza, su cortesía, hubieran alterado su cualidad o el código de su significación en el encuentro con quienes, por aquella jerarquía, pudieran ser convocados a reuniones. He aquí, diríase, el motivo: los trabajadores y las trabajadoras en tal edificio de tal empresa habrían recibido y escuchado los registros sonoros que la mujer que fue el centro narrativo de los dos textos anteriores habría recogido en su dispositivo telefónico, mentidamente desconectado, durante su asistencia a aquella reunión; registros sonoros compartidos apenas un día después del acontecimiento donde lo original sonoro se produjera.
Imaginen finalmente a los empleados y empleadas jerárquicamente en relación de subordinación convocando y asistiendo a sus propias reuniones: creando una comunidad de conciencia, desconocida …
… Aún.
¿ Recuerdan a la mujer que fue el centro de la narración en el texto anterior ?
Imagínenla en un área de descanso en aquel edificio de aquella empresa, en un sillón sentada, observando a quienes también habrían acudido a tal espacio recreativo y por su lado transitaran o a ella dirigiesen un saludo o en círculo pasearan frente a un ventanal, un tranquilizador vaso de plástico en la mano.
Ha de saberse.
Ha de saberse.
Ha de saberse.
Ha de saberse.
Ha de saberse.
Ha de saberse.
Se repetiría.
Va a saberse.
Y se sabría.
– La validez de una afirmación cuyo contenido contradice los contenidos de afirmaciones previas descansa en el hecho de que ahora defiendo aquel otro contenido.
Enunciado acaso producido por un empresario o director de colegio privado. Imaginen que la Razón variara en la fluctuación de lo conveniente. La Razón parecería ser, entonces, una abstracción, continuamente modificado su espectro por Lógicas adaptativas.
Imaginen que en la finalidad del beneficio económico, el medio fuera un niño, una niña. Imaginen a madres y padres cuya fe en el espectro de la Razón impidiera reconocer que su contenido es sólo la proyección de la Lógica de la oscilación económica.
Pero imaginen que no. Que lo reconocieran.
Metástasis de la metáfora.
Resonó el timbre del teléfono en el salón principal y descendió por las escaleras hasta él. Levantó el auricular, saludó y esperó. La familiaridad del sonido de la voz condujo pronto la identificación de que era su propia voz. Pronto también identificó como suyo el contenido que la voz canalizaba.
El solo habitante del caserón destruyó el teléfono, retiró los cables que lo conectaban, cegó ventanas y puertas y se dispuso al hambre que lo consumió rodeado de voces.
—-
© Protegido.
Imaginen una empresa o colegio privado. Imaginen, en ella, a dos empleados y a una empleada. Imaginen que ésta hubiera sustentado – alguien afirmaría que sobrevivido – una vinculación amatoria con uno de aquéllos y que con él hubiera concebido descendencia. Imaginen ahora que la unión no hubiera perdurado y que, no mucho después, empleada y empleado apenas estuvieran relacionados en los apellidos que identificaran a la criatura por ellos dada a nacer.
Pero imaginen que, en un acto posterior, entrara el segundo empleado en escena y fuera él, entonces, quien mantuviera – alguien afirmaría que gozado – un vínculo amatorio con aquella empleada. Y que esta novedad llegara a ser conocida por el empleado primero. Y que entonces éste temiera que tal información fuera conocida por los restantes miembros de la empresa.
Así, imaginen que tal empleado trazara en consecuencia todos los cortafuegos plausibles que pudieran evitar la fama de lo averiguado . Y que tuviera éxito. Imaginen que hubiera sentido la anticipación de una humillación imaginaria. Peor, de la traición imaginaria. Peor: imaginen que hubiera sentido la emoción de la posesión imaginaria machista: fue mía, es mía. No puedo permitir que se sepa. Y que hubiera sido esta angustia el origen de las visiones que paso a describir.
Porque imaginen que, eliminados los riesgos del contagio informativo, el empleado primero aún temiera; y que, por el temor, percibiera, en la sombra que su cuerpo proyectaría, dos paralelas protuberancias que, a sus ojos, en cada ocasión que pudiera contemplar su silueta sobre una superficie lisa – plana -, irían creciendo y alargándose y fortaleciéndose, hasta que, muy puntiagudas, parecieran una cornamenta.
Imagínenle palpando su frente, en el sueño y en la vigilia, esperando un hallazgo que, claro, no se produciría. La alegría entonces, breve, pues el recuerdo de la sombra sería punzante. Y que entonces brotara el terror último: que los restantes miembros de la empresa descubrieran la sombra que su cuerpo en una constante arrojaría, más generosa de lo habitual a causa de las dos variaciones sólo por él percibidas. Imaginen que, por ello, hubiera trocado en un buscador de oscuridad, penumbra, ocaso; y que en su compañía sólo fuera posible hallarle ya. En tinieblas tejiendo lo que las tinieblas entorpecerían advertir.
Caballero crepuscular.
Imaginen por último que el empleado tuviera una dicha secreta; una dicha secreta como una esperanza que aún alentara en él; dicha secreta por esa misma causa que creyera observar en su figura impenetrable: la cornamenta le haría parecer más alto.
Imaginen una empresa. Imaginen que, cada año, tomara en sus manos el compromiso de cientos de proyectos cuyo resultado habría de ser cientos de productos finalizados con el éxito que su publicidad augurara: excelencia. Por los métodos. Por los profesionales.
Imaginen ahora que, digamos, veinte entre doscientos proyectos fueran acabados satisfactoriamente. Que ciento ochenta productos no hubieran podido ser entregados y que, no obstante, tal empresa porfiara en la magia de una palabra: excelencia. En los métodos. De los profesionales.
Pero se habría producido un fracaso de ciento ochenta proyectos. Sin embargo, la excelencia impediría a métodos y profesionales ser las causas. Imaginen a esa empresa enunciando el siguiente juicio predeterminado: los clientes son las causas del fracaso.
—-
Imaginen ahora que tal empresa fuera un centro privado legalmente dedicado a lo educativo. Imaginen que niñas y niños fueran los proyectos y los productos de una excelencia pedagógica. Un proyecto de quince años, por ejemplo. Y que, digamos, veinte entre dos centenares de niñas y niños, fueran, sólo, los exitosos productos anunciados.
Pero se habría producido un fracaso de ciento ochenta niñas y niños. Sin embargo, la excelencia impediría a métodos y profesionales ser las causas. Imaginen a ese colegio privado enunciando el siguiente juicio predeterminado: las niñas y los niños son las causas del fracaso.
Finalmente, no les pido que imaginen, mas que intenten sentir una humillación: madres y padres arrostrados con la conclusión de que, puesto que el centro educativo definiría la excelencia, sus hijas e hijos estarían fuera o lejos de su alcance e influencia. No serían aptos. No serían válidos.
– Pero se comprometieron … nos dieron su palabra … Proyectos individualizados, nos dijeron …