
Imaginen una empresa o colegio privado. Imaginen, en ella, a dos empleados y a una empleada. Imaginen que ésta hubiera sustentado – alguien afirmaría que sobrevivido – una vinculación amatoria con uno de aquéllos y que con él hubiera concebido descendencia. Imaginen ahora que la unión no hubiera perdurado y que, no mucho después, empleada y empleado apenas estuvieran relacionados en los apellidos que identificaran a la criatura por ellos dada a nacer.
Pero imaginen que, en un acto posterior, entrara el segundo empleado en escena y fuera él, entonces, quien mantuviera – alguien afirmaría que gozado – un vínculo amatorio con aquella empleada. Y que esta novedad llegara a ser conocida por el empleado primero. Y que entonces éste temiera que tal información fuera conocida por los restantes miembros de la empresa.
Así, imaginen que tal empleado trazara en consecuencia todos los cortafuegos plausibles que pudieran evitar la fama de lo averiguado . Y que tuviera éxito. Imaginen que hubiera sentido la anticipación de una humillación imaginaria. Peor, de la traición imaginaria. Peor: imaginen que hubiera sentido la emoción de la posesión imaginaria machista: fue mía, es mía. No puedo permitir que se sepa. Y que hubiera sido esta angustia el origen de las visiones que paso a describir.
Porque imaginen que, eliminados los riesgos del contagio informativo, el empleado primero aún temiera; y que, por el temor, percibiera, en la sombra que su cuerpo proyectaría, dos paralelas protuberancias que, a sus ojos, en cada ocasión que pudiera contemplar su silueta sobre una superficie lisa – plana -, irían creciendo y alargándose y fortaleciéndose, hasta que, muy puntiagudas, parecieran una cornamenta.
Imagínenle palpando su frente, en el sueño y en la vigilia, esperando un hallazgo que, claro, no se produciría. La alegría entonces, breve, pues el recuerdo de la sombra sería punzante. Y que entonces brotara el terror último: que los restantes miembros de la empresa descubrieran la sombra que su cuerpo en una constante arrojaría, más generosa de lo habitual a causa de las dos variaciones sólo por él percibidas. Imaginen que, por ello, hubiera trocado en un buscador de oscuridad, penumbra, ocaso; y que en su compañía sólo fuera posible hallarle ya. En tinieblas tejiendo lo que las tinieblas entorpecerían advertir.
Caballero crepuscular.
Imaginen por último que el empleado tuviera una dicha secreta; una dicha secreta como una esperanza que aún alentara en él; dicha secreta por esa misma causa que creyera observar en su figura impenetrable: la cornamenta le haría parecer más alto.