El libro divino.
Tu dios
ha decidido
que un día mueras
y que no aceptes
su decisión.
——
© Joaquín C. Plana. Traducción del Urdu.
El libro divino.
Tu dios
ha decidido
que un día mueras
y que no aceptes
su decisión.
——
© Joaquín C. Plana. Traducción del Urdu.
( … ) el silencio es con frecuencia
el más sabio pensamiento para el hombre.
Píndaro, Nemea V, año 483 antes del Ungido.
No se engañen: el silencio es un invento de poetas.
Comparto la obra Acunar los crujidos, de Joachim Schwabing, con el explícito consentimiento del autor.
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El código.
Desde la villa se podía observar el árbol y a su cuidador sobre la breve colina. Habitante a sus raíces, cuando los colonos llegaron al llano él ya estaba allí. Un muchacho entonces, el anciano disponía de frazadas y ropajes y utensilios para cocinar y comer muy desgastados por el uso. Para no incomodar a quienes habitaran la villa, siempre había bajado de noche al río a asearse; si bajaba de día, lo hacía para lavar ropas y utensilios, usando el jabón que le ofrecían las mujeres que allí solían encontrarse. Pues nunca había pedido nada. Ni comida. Cazaba. Los villanos se acostumbraron pronto a su presencia y a su existencia pulcra y pacífica.
Mas el muchacho que allí envejeció se había ocupado pronto en una tarea de vigilancia, aunque no hasta entonces de defensa.
El anciano fue un muchacho que fue un soldado. Antes de los colonos, allí frente a la colina, se forzó una batalla; el muchacho y su regimiento fueron derrotados. Él solo no participó en la consentida huida y un desconcierto le ahorcó de una rama del árbol solo de la colina. No se escuchó crujido del cuello alguno y los soldados enemigos partieron. Cuando se recuperó del desfallecimiento, el muchacho se agitó en la oscuridad y su miedo y la poco resistente cuerda le dejó caer sobre la tierra.
La guerra había terminado, el muchacho lo supo cuando los colonos comenzaron a llegar. Pero también él había sido derrotado en una batalla y honorablemente luchado y aceptado la ejecución.
En la espera de la llegada de quienes habrían de matarle, el anciano cuidaba el árbol. Aún soldado.
——
© Protegido.
Eikasia.
La piedra, la roca, concebía constante el rumor; los haces de luz se ordenaban en él, ordenando los muros a su vez.
——
© Protegido.
¿ Recuerdan a la mujer que fue el centro de la narración en tres textos anteriores ?
¿ Recuerdan también aquella comunidad de conciencia ? Imaginen ahora, y entre sus miembros, arraigando como la esperanza de un resarcimiento, este desasosiego: quienes en la empresa ocuparan puestos de responsabilidad tales que les permitieran asistir a reuniones, habrían de, al menos, sospechar, que aquellos empleados y aquellas empleadas sin acceso a las reuniones habrían llegado a saber del libro de estilo privado de la empresa.
Mas imaginen que voces de varios miembros de la comunidad de conciencia se hicieran oír:
– No nos delatemos. Ni siquiera apenas. El riesgo para muchas familias es suficiente convicción para no hacerlo. La humillación que sentimos al conocer el contenido de sus reuniones se equilibra con su desconocimiento de este hecho.
– Parece un argumento del miedo a través del pseudo-argumento de un orgullo ficticio.
– Así arguye la supervivencia.
– Así arguye la supervivencia.
Imaginen que, de esta forma, el desasosiego hubiera sido persuadido en absoluto. O no. Imaginen que un miembro de la comunidad de conciencia resolviera que no solamente fuera sospechado su conocimiento de los contenidos de aquellas reuniones exclusivas por quienes a ellas por jerarquía acudieran.
Imaginen.
¿ Recuerdan a la mujer que fue el centro de la narración en dos textos anteriores ?
Imaginen el edificio que a aquella empresa representara. Imaginen a sus empleados y empleadas en tránsito por su interior, sus encuentros resolviéndose en una mirada brumosa, en un movimiento de cabeza, en una cortesía encriptada. Imaginen que entre los empleados y empleadas existiera una jerarquía, digamos del tipo que permitiera o prohibiera la asistencia a una reunión.
Imaginen ahora entre aquellos trabajadores y aquellas trabajadoras a quienes, por aquella jerarquía, se determinaran en funciones subordinadas. Pero que sus miradas, sus movimientos de cabeza, su cortesía, hubieran alterado su cualidad o el código de su significación en el encuentro con quienes, por aquella jerarquía, pudieran ser convocados a reuniones. He aquí, diríase, el motivo: los trabajadores y las trabajadoras en tal edificio de tal empresa habrían recibido y escuchado los registros sonoros que la mujer que fue el centro narrativo de los dos textos anteriores habría recogido en su dispositivo telefónico, mentidamente desconectado, durante su asistencia a aquella reunión; registros sonoros compartidos apenas un día después del acontecimiento donde lo original sonoro se produjera.
Imaginen finalmente a los empleados y empleadas jerárquicamente en relación de subordinación convocando y asistiendo a sus propias reuniones: creando una comunidad de conciencia, desconocida …
… Aún.
Imaginen una empresa. Imaginen una reunión en una sala del edificio que la representara. Imaginen que, tras tomar asiento, quienes allí hubieran sido convocados y convocadas procedieran a silenciar sus dispositivos telefónicos para así anular cualquier posible perturbación. Imaginen ahora que, tras ello, quienes allí estuvieran, procedieran a introducir sus dispositivos telefónicos en bolsillos o carteras o bolsos por el tiempo que la reunión fuera a durar.
Mas imaginen que una de las asistentes a la reunión no hiciera acto de ese último paso – probablemente anunciado – y depositara el dispositivo telefónico sobre la mesa que marcaría el centro de la sala. Y más: imaginen que el dispositivo telefónico no hubiera sido tan sólo silenciado – como probablemente hubiera anunciado – sino que la aplicación Grabadora de voz hubiera sido activada para secretamente registrar las palabras, las intervenciones de la personas allí congregadas.
Imaginen a la mujer asistente desconcertada en el transcurso de la reunión ante los contenidos y las opiniones expresadas y ante las decisiones y las conclusiones resueltas; desconcertada en el contraste con lo defendido en el libro de estilo de la empresa. Libro de estilo que sería público. Imagínenla descubriendo que habría otro libro de estilo, privado, que sería la esencia del libro público. Y que la lealtad al libro público ha de pasar primero por la lealtad al libro privado.
Imaginen finalmente a la mujer que habría asistido a la reunión observando señaladamente el dispositivo telefónico ante sí, …, en él gestándose los archivos sonoros como en una víspera de alumbramiento.
Como en una víspera de Revelación.
– La validez de una afirmación cuyo contenido contradice los contenidos de afirmaciones previas descansa en el hecho de que ahora defiendo aquel otro contenido.
Enunciado acaso producido por un empresario o director de colegio privado. Imaginen que la Razón variara en la fluctuación de lo conveniente. La Razón parecería ser, entonces, una abstracción, continuamente modificado su espectro por Lógicas adaptativas.
Imaginen que en la finalidad del beneficio económico, el medio fuera un niño, una niña. Imaginen a madres y padres cuya fe en el espectro de la Razón impidiera reconocer que su contenido es sólo la proyección de la Lógica de la oscilación económica.
Pero imaginen que no. Que lo reconocieran.
Metástasis de la metáfora.
Resonó el timbre del teléfono en el salón principal y descendió por las escaleras hasta él. Levantó el auricular, saludó y esperó. La familiaridad del sonido de la voz condujo pronto la identificación de que era su propia voz. Pronto también identificó como suyo el contenido que la voz canalizaba.
El solo habitante del caserón destruyó el teléfono, retiró los cables que lo conectaban, cegó ventanas y puertas y se dispuso al hambre que lo consumió rodeado de voces.
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© Protegido.