Imaginen a un niño. Imaginen a un niño que, tras pocos años de vida, fuera recluido en un espacio entre cuyos muros se maleara su cognición por quienes tendrían tal tarea entre sus retribuidas atribuciones. Imaginen que, tras muchos años entre aquellos muros, al ya chico le fuera dado dejar ese espacio y que, aunque efectivamente lo abandonara, sólo fuera brevemente; que el posterior hombre no dudara en solicitar regresar a su interior pasados unos años, en el anhelo de ser, entonces, maleador de cognición. Imaginen que allí continuara, casi cuarenta años después de la reclusión primera.
Imaginen ser capaces de contabilizar el número de años que el niño, el chico y el hombre han habitado en el interior de los muros.
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Imaginen ahora que hablara de un hombre de más de cuarenta años de edad que, tras permanecer quince años en un centro educativo, privado, lo abandonara para cursar unos estudios que, apenas tres años después, le devolvieran a aquel centro para desarrollar una labor descrita como pedagógica. Hasta hoy, no importa cuándo lean ustedes este texto.
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Imaginen detestar haber nacido, pero obstinarse en vivir, no obstante. Imaginen mentirse ocupar otra placenta donde poder fingir no respirar, la falta de mácula, de dolor. Donde fingir protección. Pero imaginen que mácula y dolor le alcanzaran y que negarlos adensara el medio donde suspendido no respirara, reforzando los muros que lo contienen.
Piedad, desde fuera, hacia ese hombre: nació y su recuerdo ha de resultar el de un bebé que no gritó cuando fue palmeado y no tardó en llenar un ataúd que llenó un nicho temprano. Imaginen, así, que hubiera triunfado en su propósito: que no hubiera nacido.